Juan Esteban Constaín
Ya basta de que todos los fanáticos de este mundo sometan al prójimo a un proselitismo arbitrario y perverso, a una salvación obligatoria e irremediable.
Este año estuve en la Feria del Libro solo un día, el último. Casi no puedo entrar por las filas que había, lo cual me alegró mucho. Es decir: me alegró que hubiera tanta gente y que adentro caminara con bolsas rebosantes de ese invento maravilloso que para mí es el mejor que ha dado la humanidad en toda su historia, y no es el plástico. Que una multitud vaya a una feria del libro es casi un milagro, en este y en todos los tiempos.
Yo llegué al mediodía, cuando las nubes negras que Corferias suele proveer para el evento ya estaban “en situación”, como dicen los actores, estirando las manos hacia adelante y haciéndolas crujir. Pero a nadie le importaba el aguacero; qué sería de la Feria sin él. Antes de entrar paré a comerme la mazorca de rigor, con la vecina blandiendo su fuelle de mimbre para atizar el fuego, las cenizas volando por los aires, esa es la nieve del trópico. Mucha mantequilla, mucha sal, el maíz crepitando como el cielo. La dicha.
Entré a la Feria y de verdad no se podía ni caminar. Repito que la gente iba con bolsas de libros, en una especie de romería de puesto en puesto, balanceándose. Como para llorar de la emoción. Yo subí al segundo piso del pabellón dos (o no sé cuál: el de las grandes editoriales), donde un amigo siempre me vende libros viejos. Esta vez le compré, por veinte mil pesos, una joya: la primera edición de Ese vicio impune, la lectura…, del gran Valery Larbaud. El dominio inglés, ejemplar numerado.
Estaba allí, pues, buscando tesoros, protegiendo mi presa como un animal al acecho. Cuando oí unos alaridos desgarradores, amplificados además por un megáfono que de verdad no era necesario. Es más: no solo no era necesario ese megáfono: era redundante y agresivo. Le pregunté a mi amigo (llevo años comprándole libros y me acabo de dar cuenta de que todavía no me sé su nombre; esa es la amistad pura) que qué era eso, y me respondió con toda naturalidad: “Ah, no: ese es el pastor”.
¿El pastor? Me fui a verlo, como arrastrado por el hipnotismo estridente de su voz. Estaba muy cerca, al fondo del pabellón, en el centro. Vi que el megáfono no era un megáfono sino algo mucho más sofisticado y eficaz, un micrófono conectado a un amplificador de 100 vatios. Es decir algo profesional, en serio; yo que soy de guitarra lo puedo jurar con rigor científico. Y allí estaba el pastor, desgañitado, prometiéndonos a todos el fin de los tiempos. Ofreciendo el refugio de su iglesia para aquellos que quisieran salvarse. “Ser salvos”, gritaba, “ser salvos”.
Me dio tanta rabia la escena que me iba a lanzar a pedirle al pastor que le bajara el volumen a su parlante, pero no lo hice recordando lo que le pasó a un tío político hace poco: hay una iglesia cerca de su casa que empieza el culto a las seis de la mañana en medio de los más aturdidores cánticos. Un día él se levantó, histérico. Le dijo a su esposa: “Voy ya a parar esto”. Se fue, nunca volvió. Lo sedujeron tanto las sirenas que hoy hace el curso para ser pastor. Así que mejor evitar las tentaciones.
Pero alguien tiene que protestar. Ya basta de que todos los fanáticos de este mundo –católicos, protestantes, ateos, cienciólogos, innovadores– sometan al prójimo a un proselitismo arbitrario y perverso, a una salvación obligatoria e irremediable. No. Que difundan sus ideas, que busquen las ovejas que quieran. Pero no con micrófonos ni en una feria del libro; no el domingo a las seis de la mañana cuando la gente duerme.
Se les olvida un mandamiento tan importante como todos los suyos, vivir y dejar vivir. Los que lo practiquen se ganan el cielo, una feria del libro sin pastores. (P. D. Pongo esta posdata porque conté las palabras y eran 666. Por si acaso.)